jueves, 18 de enero de 2018

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (fragmento) de Haruki Murakami


Mientras el anciano permaneció fuera, descansé dos o tres veces. En las pausas me tendí en el sofá y dejé vagar libremente mis pensamientos, fui al lavabo, hice flexiones. El sofá era muy cómodo. Ni demasiado duro ni demasiado blando, y el cojín se adaptaba a la perfección a la forma de mi cabeza. En todos los sitios a los que voy a trabajar, cuando llega la hora del descanso acostumbro a echarme un rato en el sofá, y lo cierto es que hay poquísimos que valgan realmente la pena. Los sofás son en su mayoría verdaderas chapuzas; parecen comprados para salir del paso, y a menudo, incluso en el caso de los más lujosos, esos cuya calidad se aprecia a simple vista, al acostarte en ellos te llevas una gran decepción. No comprendo cómo la gente es tan descuidada a la hora de elegir un sofá.
Siempre he creído —aunque tal vez sea un prejuicio, vete a saber— que, en la elección del sofá, uno demuestra su categoría. El mundo del sofá tiene unas reglas propias que no puedes transgredir. Pero eso sólo puede entenderlo quien haya crecido sentado en un buen sofá. Sucede como con quien ha crecido leyendo buenos libros o escuchando buena música. Un buen sofá crea buenos sofás, un mal sofá crea malos sofás. Es así como funciona.
Conozco a varios individuos que, pese a conducir automóviles de lujo, tienen en su casa sofás de segunda o tercera categoría. Esos tipos no me merecen excesiva confianza. Un automóvil de lujo tendrá su valor, nadie lo niega, pero no es más que un coche caro. Cualquiera que tenga dinero puede comprarlo. Sin embargo, para adquirir un buen sofá, hace falta juicio, experiencia y filosofía. Cuesta dinero, pero no basta con gastar dinero. Es imposible hacerse con un sofá excelente si no se tiene una imagen clara y definida de lo que es un sofá.
El sofá en el que estaba tendido yo en aquellos momentos era, a todas luces, un sofá de primera categoría. Eso despertó mis simpatías hacia el anciano.

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